lunes, febrero 18, 2008

ABORTO LIBRE

Miguel Delibes

28 de enero de 2008 ABC






En estos días en que tan frecuentes son las manifestaciones en favor del aborto libre, me ha llamado la atención un grito que, como una exigencia natural, coreaban las manifestantes: «Nosotras parimos, nosotras decidimos». En principio, la reclamación parece incontestable y así lo sería si lo parido fuese algo inanimado, algo que el día de mañana no pudiese, a su vez, objetar dicha exigencia, esto es, parte interesada, hoy muda, de tan importante decisión.

La defensa de la vida suele basarse en todas partes en razones éticas, generalmente de moral religiosa, y lo que se discute en principio es si el feto es o no es un ser portador de derechos y deberes desde el instante de la concepción. Yo creo que esto puede llevarnos a argumentaciones bizantinas a favor y en contra, pero una cosa está clara: el óvulo fecundado es algo vivo, un proyecto de ser, con un código genético propio que con toda probabilidad llegará a serlo del todo si los que ya disponemos de razón no truncamos artificialmente el proceso de viabilidad.

De aquí se deduce que el aborto no es matar (parece muy fuerte eso de calificar al abortista de asesino), sino interrumpir vida; no es lo mismo suprimir a una persona hecha y derecha que impedir que un embrión consume su desarrollo por las razones que sea. Lo importante, en este dilema, es que el feto aún carece de voz, pero, como proyecto de persona que es, parece natural que alguien tome su defensa, puesto que es la parte débil del litigio.


La socióloga americana Priscilla Conn, en un interesante ensayo, considera el aborto como un conflicto entre dos valores: santidad y libertad, pero tal vez no sea éste el punto de partida adecuado para plantear el problema. El término santidad parece incluir un componente religioso en la cuestión, pero desde el momento en que no se legisla únicamente para creyentes, convendría buscar otros argumentos ajenos a la noción de pecado.

En lo concerniente a la libertad habrá que preguntarse en qué momento hay que reconocer al feto tal derecho y resolver entonces en nombre de qué libertad se le puede negar a un embrión la libertad de nacer. Las partidarias del aborto sin limitaciones piden en todo el mundo libertad para su cuerpo. Eso está muy bien y es de razón siempre que en su uso no haya perjuicio de tercero. Esa misma libertad es la que podría exigir el embrión si dispusiera de voz, aunque en un plano más modesto: la libertad de tener un cuerpo para poder disponer mañana de él con la misma libertad que hoy reclaman sus presuntas y reacias madres.

Seguramente el derecho a tener un cuerpo debería ser el que encabezara el más elemental código de derechos humanos, en el que también se incluiría el derecho a disponer de él, pero, naturalmente, subordinándole al otro.


Y el caso es que el abortismo ha venido a incluirse entre los postulados de la moderna «progresía». En nuestro tiempo es casi inconcebible un progresista antiabortista. Para estos, todo aquel que se opone al aborto libre es un retrógrado, posición que, como suele decirse, deja a mucha gente, socialmente avanzada, con el culo al aire.

Antaño, el progresismo respondía a un esquema muy simple: apoyar al débil, pacifismo y no violencia. Años después, el progresista añadió a este credo la defensa de la Naturaleza. Para el progresista, el débil era el obrero frente al patrono, el niño frente al adulto, el negro frente al blanco. Había que tomar partido por ellos. Para el progresista eran recusables la guerra, la energía nuclear, la pena de muerte, cualquier forma de violencia. En consecuencia, había que oponerse a la carrera de armamentos, a la bomba atómica y al patíbulo.

El ideario progresista estaba claro y resultaba bastante sugestivo seguirlo. La vida era lo primero, lo que procedía era procurar mejorar su calidad para los desheredados e indefensos. Había, pues, tarea por delante. Pero surgió el problema del aborto, del aborto en cadena, libre, y con él la polémica sobre si el feto era o no persona, y, ante él, el progresismo vaciló. El embrión era vida, sí, pero no persona, mientras que la presunta madre lo era ya y con capacidad de decisión.


No se pensó que la vida del feto estaba más desprotegida que la del obrero o la del negro, quizá porque el embrión carecía de voz y voto, y políticamente era irrelevante. Entonces se empezó a ceder en unos principios que parecían inmutables: la protección del débil y la no violencia. Contra el embrión, una vida desamparada e inerme, podía atentarse impunemente. Nada importaba su debilidad si su eliminación se efectuaba mediante una violencia indolora, científica y esterilizada. Los demás fetos callarían, no podían hacer manifestaciones callejeras, no podían protestar, eran aún más débiles que los más débiles cuyos derechos protegía el progresismo; nadie podía recurrir.

Y ante un fenómeno semejante, algunos progresistas se dijeron: esto va contra mi ideología. Si el progresismo no es defender la vida, la más pequeña y menesterosa, contra la agresión social, y precisamente en la era de los anticonceptivos, ¿qué pinto yo aquí? Porque para estos progresistas que aún defienden a los indefensos y rechazan cualquier forma de violencia, esto es, siguen acatando los viejos principios, la náusea se produce igualmente ante una explosión atómica, una cámara de gas o un quirófano esterilizado.

DE HOMBRES Y MUJERES

Magda Figiel





Las sociedades humanas nunca dejan de estar compuestas por hombres y mujeres, pero sí varían las maneras de relacionarse entre los dos. No cabe duda de que masculino y femenino son dos sexos opuestos. Se pueden combinar a modo de antagonismo agresivo o reciprocidad enriquecedora. Quizá en el occidente, en las últimas décadas, ha florecido más bien la primera forma de convivir. Sin embargo no hace falta una lucha dialéctica para lograr una buena síntesis entre hombre y mujer. Podría ser conveniente tener presente la posibilidad de una relación constructiva de unión en el amor, sin quitar las diferencias.

Esta problemática me llevó a recordar cómo hace mucho tiempo hice el ejercicio de pintar un cuadro teniendo a disposición sólo dos colores. Era rojo cadmio y azul cerúleo… y la idea era que el cuadro saliera bonito. Creo que con estas dos pinturas, de colores opuestos, puede pasar lo mismo que con los hombres y mujeres en la sociedad, y en las parejas. Hay tres posibilidades: la indiferencia, el antagonismo y la armonía.

1. Indiferencia amorfa.

Lo primero que se puede hacer es ir mezclando en la paleta los dos colores para conseguir diferentes tonalidades nuevas. Al mezclarlos totalmente sale un gris feo, mediocre. Los dos pierden su color. Sale algo ni femenino ni masculino, sino todo lo contrario. Personalidad unisex autosuficiente. Algo correspondiente a ciertas ideas de la teoría del género que quisieran eliminar diferencias entre hombres y mujeres. Este gris no es el típico apagado que se obtiene de añadir negro y blanco. Es un gris vivo e interesante, pero no deja de ser triste e infeliz. Es el gris del barrio comunista hecho de hormigón armado, sin ningún rastro de pasión de seres humanos. Hay cuadros que son simples superficies grises. Me hacen pensar también en esos matrimonios decepcionados que llevan mucho tiempo sin expresarse el amor y el afecto y terminan aburridos y separados.

2. Antagonismo rechinante.

Este se refiere a la dialéctica del feminismo radical. Se trata de un cuadro feo. Realmente es un arte mezclar los dos colores en la sociedad sin ponerlos en guerra. Desgraciadamente es fácil que salga algo de mal gusto. Composición, luz y formas sin belleza. El azul se siente atacado por el rojo, el rojo piensa que la presencia del azul le quita algo y le impide su protagonismo. Hay que dominar y someter al otro para ganar. Si hoy aumenta la violencia hacia la mujer y un deseo de dominio sobre ella entre los hombres, a lo mejor es por la inseguridad personal y la falta de sanas relaciones afectivas con las mujeres. Si las mujeres se sienten solas, obligadas a abortar o agotarse trabajando ocho horas al día en la empresa y además tratando de educar a los hijos, sin duda replantean la idea de independizarse de los hombres. Y si quisieran igualar o superar a los hombres en los puestos de trabajo en el ejército…¡qué fracaso sería esto! Hubiera sido mejor evitar el enfrentamiento conflictivo cuyos frutos vemos hoy en la sociedad, pero ya que tuvo lugar, sirve para empujarnos e investigar y profundizar en la identidad femenina, y en la masculina.

3. Complementariedad en el ser y colaboración en el actuar.

De repente uno se puede inspirar en la naturaleza, por ejemplo en el jardín; admirar en la primavera las hojas rojas de la rama de un frutal sobre el fondo del limpio azul celeste. Un buen artista sabe unir el rojo cadmio y el azul cerúleo creando una hermosa obra que signifique el amor verdadero. Los dos colores pueden estar uno al lado del otro de tal manera que los dos saquen lo mejor de sí. Subrayan mutuamente sus cualidades; se iluminan y se reflejan uno en el otro. No pierden su identidad, se afirman. Él me aporta algo, ella me enriquece. ¿Qué hombre logra hacer algo grande sin el apoyo de mujer? ¿Qué mujer saca de sí lo más bello sin que exista un hombre? Hombres y mujeres obviamente son complementarios a nivel biológico, pero lo son además en la esfera espiritual. Gracias a sus diferentes formas de pensar pueden tener una conversación muy rica. Es mejor que jueguen básquet entre equipos del mismo sexo, pero al bailar que sea hombre con mujer. En un ambiente de respeto y aprecio desarrollan al máximo sus talentos; cada uno dedicándose a lo que se le da mejor y en todo entregándose para servir de la mejor manera a aquellos cuyo bien desea sinceramente.

jueves, febrero 07, 2008

ABORTO

Aborto
No se si puede decir algo más sobre el aborto, pero la terrible
realidad de lo que significa, obliga a seguir insistiendo en ello.
Son muchas las voces autorizadas que han calificado al aborto como
la peor plaga social del pasado siglo XX y del XXI que
ahora se inicia. Y es cierto, solamente se necesita para
comprobarlo volver a considerar que es un aborto. Algo
que la propia sociedad parece, en ocasiones, como querer
desdibujar para ocultar su horrible realidad. Seguramente,
porque no es capaz de soportarla.
Un aborto no es expulsar un coágulo de sangre. Ni deshacerse de un
montón de células sin ningún valor biológico, ni ontológico. El aborto no es
interrumpir un embarazo, ni mucho menos recuperar la menstruación
perdida. El aborto es mucho más. El aborto es terminar con la vida de un
ser humano que es eliminado, la gran mayoría de las veces por
procedimientos tan cruentos, que la hipocresía humana dice no poder
contemplar pero si permitir. El aborto es matar a un neonato, cuyo corazón
late como el nuestro; que siente como nosotros; que en la mayoría de los
casos está conformado, o casi conformado, como un niño, y que lo único
que no puede hacer es defenderse del injusto ataque que sufre. El aborto, en
muchos casos, es desmembrar a un feto, cuando no romper su cráneo, para
poder extraerlo del vientre de su madre, si tiene más de 20 semanas. Algo
tan terrible, que su sola consideración, cuando no su contemplación, lleva a
la nausea.
Dentro de un orden social, el aborto es la mayor manifestación de
arbitraria prepotencia del hombre sobre la mujer que lo sufre. Es una de las
máximas expresiones del machismo más rampante. El aborto es lo peor que
a una mujer puede ocurrirle pues, no creo que haya nada más nefasto que
una madre se vea avocada a terminar con la vida de su hijo.
El aborto es el más cruento final para miles de embarazos, 101.592
en toda España, en el año 2006, casi un 30% más que el año anterior. El
aborto es la peor plaga social y sanitaria de nuestras jóvenes mujeres,
39.286 lo padecieron en el último año.
El aborto es lo más contrario de aquello que subyace en lo más
íntimo del corazón del hombre, amar a los otros. El aborto, no es solo odiar,
es matar al que nos molesta.
4
El aborto es terminar con el estado de derecho, pues no hace falta
recordar que en nuestro país todos tenemos derecho a la vida, derecho que
la sociedad está más obligada a tutelar si cabe en el caso de los más débiles.
No hay que olvidar que el aborto sigue siendo un delito despenalizado, y
no, como algunos quieren hacernos ver, un derecho de la mujer.
El aborto es algo que repugna a cualquier persona que mínimamente
sienta la justicia, pues el aborto es la más injusta imposición del fuerte
sobre el débil.
El aborto es terminar con el inalienable derecho del niño a sentirse
protegido cuando más lo necesita, en el seno de su madre. El aborto es
conculcar en no pocas ocasiones el derecho que tiene el padre a que se
respete la vida de su hijo. El aborto es socavar en un nuestra sociedad lo
más sagrado que existe, el derecho que todos tienen a la vida.
El aborto es todo lo que hemos dicho y mucho más. Pero sobretodo,
el aborto es el más horrendo crimen contra el hombre y la humanidad. Una
sociedad que permite matar a sus hijos no nacidos es una sociedad que
implícitamente ha matado a Dios.
Y todo esto ocurre entre nosotros. En una sociedad que, en general,
cuando se habla del aborto mira hacia otro lado. Una sociedad que no
quiere acercarse a esta terrible realidad y que prefiere pasar como de
puntillas sobre la mayor plaga social de nuestro tiempo. Una sociedad que,
como ya hemos dicho antes, no puede contemplar lo que es un aborto, pero
sí permanecer inmóvil ante él.
Pero la historia nos juzgará. La historia nos exigirá
responsabilidades, no solo colectivas, sino también individuales, a cada uno
de nosotros, pues sabiendo que es el aborto no hemos puesto nuestra vida al
servicio de la vida, al servicio de la defensa de los más inocentes, como
muchas veces he repetido, los más débiles de los débiles, los más
indefensos entre los seres humanos. Justo Aznar (Las Provincias
(Valencia), 21-I-2007).

ADOLESCENCIA E INMADUREZ

El mito del cerebro inmaduro de los adolescentes

En muchos países parece que los chicos presentan creciente precocidad para el alcohol o la promiscuidad sexual, entre otras conductas peligrosas. Según una teoría, el cerebro del adolescente carece de la madurez necesaria para contener los impulsos. Otra posibilidad es que los jóvenes se limiten a hacer lo que se espera de ellos, o a no hacer lo que no se les pide. Esto es lo que sostiene Thomas Lickona, especialista en psicología evolutiva y profesor de Educación en la Universidad Estatal de Nueva York1.

Todos conocemos el enfoque pragmático de la educación sexual: “Hay que presentar la continencia como la mejor opción; pero seamos realistas y enseñemos también a usar el preservativo”. A lo que deberíamos responder: “¿Acaso cuando alentamos a abstenerse de las drogas, también enseñamos a los jóvenes a practicar el ‘consumo de drogas seguro’? Si estamos convencidos de que una conducta es perjudicial para uno mismo y para los demás, como sin duda es la promiscuidad sexual , ¿enseñamos a los jóvenes a practicarla de todas formas, o les enseñamos que nuestra convicción es realmente lo mejor para ellos y para la sociedad?”.

Por si la educación en la castidad no tuviera bastantes enemigos, temo que anda suelto por el mundo uno nuevo, que amenaza debilitar hasta el sentido común. Este nuevo peligro es el mito del “cerebro adolescente”. Estoy leyendo un libro titulado The Primal Teen: What the New Discoveries About the Teenage Brain Tell Us About Our Kids (“El adolescente primario: Lo que nos enseñan sobre nuestros hijos los nuevos descubrimientos sobre el cerebro adolescente”). Ahí se citan “expertos en el cerebro” que afirman cosas como esta: “Los adolescentes tienen pasiones más fuertes (…) pero no frenos, y tal vez no lleguen a tener buenos frenos [o sea, la maduración de la corteza prefrontal, necesaria para inhibir la conducta impulsiva] hasta los 25 años”.

Los adultos no son mejores

adolescentesHace unos meses hablé en un congreso sobre continencia en el que había un seminario sobre las implicaciones de las nuevas investigaciones en el cerebro. Cuando acabé la exposición, se levantó un médico que estaba en la mesa de presidencia y dijo: “Todos esos argumentos lógicos a favor de la continencia están muy bien, pero ¿qué eficacia tienen para un cerebro adolescente al que aún faltan diez años para completar su desarrollo?”.

Contesté que si trajéramos a la sala a cien chicos de 15 años elegidos al azar, podríamos alinearlos formando una progresión continua, desde los que nunca han tenido relaciones sexuales ni han hecho ninguna insensatez, hasta a los que tienen relaciones sexuales varias veces por semana y siguen otras muchas prácticas de alto riesgo. Todos sus cerebros tendrían más o menos la misma edad y el mismo grado de madurez cortico-prefrontal. ¿De dónde, entonces, la gran variedad en cuanto a comportamientos que piden la regulación de los impulsos? Añadí que cuando yo estaba en secundaria, no tuve relaciones sexuales con mi chica no por mi grado de madurez cerebral, sino por mis principios. Entre otras cosas, creía que era pecado mortal, y no estaba dispuesto a jugarme el alma.

De hecho, encuestas hechas en Estados Unidos muestran que los adultos de 35 a 54 años inciden en distintos comportamientos peligrosos en mayor proporción que los adolescentes. Es mucho más frecuente que mueran en accidente de automóvil, se suiciden, se emborrachen o ingresen en el hospital por sobredosis de droga.

Críticas científicas

Han comenzado a aparecer críticas científicas de las teorías sobre el cerebro adolescente. En septiembre pasado, The New York Times (17-09-2007) publicó en sus páginas de opinión un artículo de Mike Males, investigador senior del Center on Juvenile Justice y fundador de Youthfacts.org. Males decía: “Un alud de informaciones periodísticas anuncia con gran excitación que la ciencia puede explicar por qué los adultos tienen tantas dificultades para tratar con adolescentes: estos tienen cerebros inmaduros, no desarrollados, que los impulsan a comportamientos peligrosos, detestables, irritantes para los padres. Pero el puñado de expertos y responsables públicos que hacen tales afirmaciones incurren en exageraciones insensatas. Investigadores del cerebro más serios, como Daniel Siegel (Universidad de California en Los Ángeles) o Kurt Fischer (Programa Mente, Cerebro y Educación, de Harvard), advierten que los científicos están apenas empezando a averiguar cómo funcionan los sistemas cerebrales. “Naturalmente, se quiere usar la ciencia del cerebro para definir políticas y métodos, pero nuestro limitado conocimiento del cerebro impone muy severas limitaciones a ese empeño. En estos comienzos de su historia, la neurociencia no puede suministrar una educación basada en el conocimiento del desarrollo cerebral”, dice Siegel.

Robert Epstein, ex director de Psychology Today y jefe de colaboraciones de Scientific American, rebate así las teorías del cerebro adolescente: “Los adolescentes son tan capaces como los adultos en una amplia gama de cualidades. Se ha comprobado que superan a los adultos en pruebas de memoria, inteligencia y percepción. La tesis de que los adolescentes tienen un ‘cerebro inmaduro’, que necesariamente causa una crisis, queda totalmente desmentida si nos fijamos en la investigación antropológica que se hace en el mundo. Los antropólogos han encontrado más de cien sociedades contemporáneas en las que la crisis de la adolescencia falta por completo; en la mayoría de esas sociedades ni siquiera hay una palabra para designar la adolescencia.

Subir el listón

“Aún más contundentes son los estudios antropológicos de larga duración hechos en Harvard en los años ochenta: muestran que la crisis de la adolescencia comienza a aparecer en una sociedad donde no se daba a los pocos años de adoptar el sistema escolar occidental y estar bajo el influjo de los medios de comunicación occidentales. Por último, abundantes datos indican que cuando se da a los jóvenes verdaderas responsabilidades y la posibilidad de tratar con adultos, aceptan prontamente el reto, y aparece el ‘adulto que llevan dentro’” (Education Week, 4-04-2007).

El peor error que podemos cometer en educación –sin duda el peor en educación del carácter y en la castidad– es subestimar la capacidad de nuestros alumnos. Tengo una amiga que ahora es una dirigente del movimiento para educar en la continencia. Cuenta que en la adolescencia era promiscua. Era tan mal tratada en casa, que cometía pequeños delitos para poder disfrutar de la relativa seguridad que le ofrecía la cárcel. Allí fue a verla un orientador, al que habló de su insensata vida sexual. Él la habló con cariño y la incitó a comportarse con mayor dignidad y disciplina. Hoy es una mujer felizmente casada, madre y respetada educadora. Como ella dice: “¿Qué habría sido de mí si aquel orientador me hubiera dado un condón en vez de creer en mí?”.

Con el apoyo adecuado, los seres humanos, cuando se les proponen metas elevadas, tienden a esforzarse por alcanzarlas. La castidad es difícil, como todo lo que vale la pena en la vida. Es hora de que todos, escuelas y padres, subamos el listón.